El sable, la muerte, el desierto, el escape, el refugio, un orfanato, un barco, un nuevo comienzo, una foto, un amor, dos hijos, un piano, libros, números, medallas doradas, diplomas de honor. Todos estos elementos, sólo por nombrar algunos, signaron a una familia armenia que, escapando de crímenes atroces, logró comenzar de cero y demostrar solidaridad, grandeza y arte.
Hermanos Ilustres
Ella es María Diana Arzoumanian, Terminó la escuela primaria y secundaria con medalla de oro. Estudió piano y canto superior, recibiéndose también con medalla de oro. Ganó diversos concursos, dio numerosos conciertos, grabó dos discos con Roberto Caamaño, Compositor y Director Artístico del Teatro Colón. Es Profesora hace más de 36 años; da clases en la Facultad de Música de la UCA, el Conservatorio Nacional de Música, el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla y en el Conservatorio Provincial Juan José Castro, uno de los más importantes de Sudamérica y entre sus alumnos figura la reconocida Elena Roger.
Él es Pablo Arzoumanian. De chico, resolvía los ejercicios de matemáticas de los libros de su hermana mayor porque le divertía y, a veces, encontraba errores en ellos. Rindió varios años libres en el colegio y le decían “que era un genio”, comenta su hermana. Estudió la carrera de actuario y recibió el diploma (de honor, claro) número 51 de una carrera que ya tenía 38 años, “una carrera restringida”, en la Universidad de Buenos Aires. Empezó como ayudante y, ocho años después, fue nombrado Profesor de Cálculo Financiero, de Estadística y de Análisis Numérico, ejerciendo la docencia durante 43 años en la misma universidad, que tantas satisfacciones le trajo. Tuvo una carrera laboral distinguida en su campo, especializándose en finanzas bancarias.
Los hermanos Arzoumanian continuaron el legado de su padre Bedrós, quien les inculcó la importancia de la educación y les brindó lo mejor. Ninguno lo defraudó y ambos fueron sobresalientes en sus profesiones. “Papá nos decía que teníamos que estudiar porque si llegaba a pasarnos lo que le pasó a él y nos veíamos obligados a ir a otro país, debíamos tener un buen nivel educativo”, recuerda Diana.
Infancia trunca
Bedrós, su padre, nació en Adapazar (Adabazar, Adapazari, actualmente noroeste de Turquía) y sobrevivió a la gran tragedia que azotó a los armenios cuando apenas tenía 8 años. De los 28 integrantes de la familia que vivían en esa zona, fue el único que quedó con vida.
Repega Tutundjian, su madre, era originaria de Armash, ciudad de la que, su padre Nerses, fue alcalde. Durante el Genocidio de los Armenios, el ejército turco lo mantuvo cautivo y lo obligó a trabajar para ellos: debía llevar la contabilidad del ejército. “Alguna vez nos ha contado sobre las grande sumas que los Oficiales otomanos le robaban al ejército”, dice Pablo mientras ceba otro mate. Tomando ventaja del puesto que ocupaba, Nerses ayudó a muchos armenios a escapar de las matanzas. En ese interín, Servart, esposa de Nerses, preparó la fuga junto a sus cuatro hijos y llegó a Grecia. Terminada la guerra, marido y mujer se encontraron de casualidad: en un tren, ella escuchó a un pasajero hablar sobre Nerses Tutundjian y el comentario de que seguía vivo. Más tarde, llegaron a la Argentina. “La primera cama y el primer plato de comida caliente que tuvieron, fue gracias al Ejército de Salvación”, reconoce Diana y muestra su gratitud, tanto al país que los acogió, como a la organización que les tendió una mano.
Durante la persecución de los armenios en el Imperio Otomano, Bedrós escapó hacia el árido desierto, sin un rumbo, pero con la convicción y la certeza de supervivencia. En ese sediento camino, donde el sol y el viento calaban hondo, lo mordió un perro en la pierna derecha. Lo socorrieron otros armenios que lo acompañaban: lavaron la herida con orín de camello y la quemaron con pólvora para evitar infecciones. “Le quedó una cicatriz bien grande”, dice Pablo, bajando su mirada y extendiendo su mano hacia su pierna derecha, como si esa marca persistiera en su propia piel. Bedrós logró llegar hasta un pueblo árabe donde lo quiso adoptar una familia musulmana y criarlo a su semejanza.
Pero el apellido de Bedrós era más fuerte: nada quitaría su identidad armenia.
Una noche escapó y llegó hasta otra ciudad árabe, donde sirvió como lazarillo de un no vidente. “Cuando el árabe iba a buscar comida, le pedía que cuente cosas. Era para verificar que papá no esté comiendo nada”, recuerda Pablo. Bedrós volvió a escapar. Llegó a Alepo, donde ya se había instalado el orfanato de la entidad norteamericana Near East Relief. A pesar de lo vivido, aún seguía siendo un niño. Permaneció allí algún tiempo y cuando salió, tenía el deseo de “ir a América, pero desembarcó en Argentina y acá se quedó”, sonríe Pablo. En el trayecto en barco, conoció a otros compatriotas. Uno de ellos le mostró un retrato familiar y Bedros se enamoró de la joven muchacha de la foto: Repega Tutundjian.
Un nuevo porvenir
Una vez en Argentina, Bedrós trabajó, literalmente, día y noche, los siete días de la semana, en los frigoríficos Armour y Swift en Berisso, La Plata. Su objetivo era juntar dinero para poder comprar los pasajes para los únicos familiares que tenía: sus sobrinos Siranush, Boghos y Khatchik Arzoumanian. Cuando cumplió su cometido, aún sentía la obligación de velar por ellos y creó las condiciones de vida necesarias. Les consiguió vivienda, trabajo y hasta clases de teatro para la joven Siranush. Hoy, en la calle Armenia, el salón del Centro Armenio de la Argentina, lleva su nombre; “Sala Siranush”.
Bedros, Boghos y Siranush, Buenos Aires |
En 1929, Bedrós y Repega, la muchacha de la foto, se casaron en el Registro Civil de Buenos Aires, Yirair Tutundjian había sido el celestino.
Sobre sus abuelos, Nerses y Servart Tutundjian, los hermanos recuerdan que entre ellos contaban las historias del horror que habían vivido, “a veces lo hacían en turco, para que no entendamos y no generarnos ningún trauma”. A la hora de dirigirse a sus nietos, lo hacían en armenio: “Papá y mamá nos tiraban la bronca si no hablábamos en armenio y la abuela hablaba muy poco en castellano”. Nunca olvidaron de dónde venían, ni mucho menos lo que habían vivido, “papá siempre tenía pesadillas y mamá lo tenía que despertar”, recuerda Diana con tristeza.
Argentina fue el país en el que Bedrós y Repega continuaron su vida y criaron a sus hijos. Les inculcaron el valor del trabajo, la pasión por la cultura y el deber del estudio.
“Papá fue autodidacta en todo. Aprendió el español transcribiendo y anotando. En el piano tocaba canciones de oído, sin saber una nota. Leer libros era algo que le encantaba”, describe Diana, con su mirada llena de orgullo. Cuando ella era una niña, Bedrós sintió el talento nato que llevaba y con mucho sacrificio, le regaló un piano. Ese piano se convirtió, luego, en el objeto que marcó su vida.
Cae la tarde: Diana y Pablo sacan a relucir sus reliquias familiares. Fotos que mantienen viva la memoria y retrotraen paisajes, olores y sabores de la feliz niñez. Entre esas instantáneas, se cuela una cinta con la bandera Argentina que trae consigo una tarjeta que clama “Diploma de Honor. Ricardo Pablo Arzoumanian”. Diana la toma entre sus manos, la lee y mira sonriente y orgullosa a su hermano que está sentado en frente suyo. Sus ojos, inconfundiblemente armenios, se funden en una mirada. En ese momento, Pablo recuerda una anécdota: “Estaba en el colectivo y accidentalmente escuché que hablaban de mi hermana, alegando que era muy exigente como profesora y otra persona en ese diálogo acotaba que ella tenía un hermano igual de exigente. Empezaron a compararnos a los dos, a ver quién era más exigente”, ambos se funden en una risa cómplice y coronan un día de recuerdos.
La historia fue verificada por el Equipo de Investigación de 100 Lives.