Hermanos Akrabian

Hermanos Akrabian

En pleno corazón de la ciudad de Buenos Aires se erige el edificio que da vida al tradicional Hotel Wilton; una construcción de los años ’50 que exhibe con orgullo, únicamente, las banderas armenia y argentina, en la Avenida Callao. Sus dueños, la familia Akrabian, lo revelan como un gesto de homenaje a sus raíces y a su país de residencia, “el paraíso del mundo”, como lo llamara Kevork Akrabian, padre de los hermanos Sergio, Carlos y Cristina.  
 

Las paredes del Hotel Wilton guardan años de historia. Nació como un apart con dueños españoles, pero su destino cambió cuando lo adquirió la familia Akrabian en los años ’60: se convirtió en punto de encuentro de los armenios del mundo en Buenos Aires. Durante los tiempos de la Unión Soviética eran asiduas las visitas de personalidades armenias a la Argentina y todos ellos se hospedaban en el Wilton. Personajes como el célebre actor Sos Sargsyan o el reconocido economista Abel Aganbegyan pasaron por allí. Luego de la era URSS, las primeras oficinas de la primera embajada de la flamante República de Armenia en Argentina, funcionó allí un breve período. Además de tener estos antecedentes, la familia Akrabian guarda una historia de supervivencia, resistencia y perseverancia.

 

De Marash a Buenos Aires

Sergio, Carlos y Cristina Akrabian nacieron en Buenos Aires, en el seno de una familia de sobrevivientes del Genocidio Armenio. Su madre, Luisa Naldjian y su padre, Kevork Akrabian nacieron en Marash y sus historias se entrecruzaron a tal punto que, su abuelo paterno fue asesinado al lado de su abuelo materno, durante una resistencia que presentaron los armenios ante las fuerzas turcas, a comienzos del siglo XX. Pero fue obra del destino que Luisa y Kevork se conocieran en Argentina.

En 1915 el Genocidio de Armenios ya estaba en marcha. Los hombres eran reclutados al ejército, las familias eran expulsadas de sus casas y forzadas a caminar en grandes caravanas por el desierto. Con el fin de la Primera Guerra Mundial, el ejército francés tomó el mando de la región y cesaron las matanzas. Pero la paz fue muy corta. Después de 1921, Kemal Ataturk tomó el control de Turquía y comenzó una nueva embestida y las atrocidades contra los armenios continuaron. “En uno de los ataques, muchos armenios se refugiaron en el hogar alemán Beitshalom, la familia de mi mamá estaba entre ellos. Los turcos aprovecharon esto, los encerraron y prendieron fuego el lugar. Se salvaron porque uno de los que estaba ahí, sabía por dónde pasaban las cañerías y llegaron a apagar el fuego”, recuerda Cristina. Fuera del establecimiento, habían varios jóvenes que resistían el ataque, tratando de salvar a sus compatriotas y defender su patria. “En esa defensa estaban mi abuelo paterno y materno, qué coincidencia, ¿no?”, dice Cristina. Agop Naldjian fue herido de gravedad y salvó su vida por milagro. Sarkis Akrabian, quien habría sido el futuro suegro de Luisa, fue brutalmente asesinado.

                                        Kevork Akrabian y su madre en Marash

A fines de 1921, la familia Naldjian logró salir de Marash en una caravana hacia Siria. Llegaron a Damasco en y, en 1923, lograron conseguir pasajes en el barco “Darro”, con rumbo a la ciudad de Buenos Aires.

En Marash, los Akrabian eran dueños de tierras y viñedos. Durante el Genocidio, la familia fue despojada de sus bienes y expulsada de sus tierras. Kevork y algunos miembros de su familia lograron escapar a Alepo. Allí un tío le prestó dinero para que pueda conseguir un pasaje hacia Argentina y, en 1924, llegó a Buenos Aires.

Las tierras que eran propiedad de la familia Akrabian permanecieron intactas y conservaron su espíritu, aún pasados muchos años. “En 1986 volví a esa quinta. Los turcos sabían que no les pertenecía e, impunemente, me dijeron ‘¿ves toda esa parte?, era de armenios’”, cuenta Sergio con tristeza en sus ojos. “Mi familia nos había hablado del árbol de tut (mora blanca) que había allí y lo encontré. Cuando le sacaba fotos, mi esposa escuchó que los turcos cuchicheaban entre sí y decían ‘¿notaste algo?’ Y el otro respondía, ‘sí, le sacó muchas fotos al árbol de tut’.  Y ahí se asustaron. Uno me dijo, ‘si hay algo escondido valioso, nosotros te lo alcanzamos a la frontera’. Se pensaron que yo iba a buscar la plata que estaba enterrada, pero yo sólo quería estar ahí”, recuerda Sergio.

 

Argentinos y armenios

Al llegar a la Argentina, Agop Naldjian, padre de Luisa, trabajó como albañil y aprendió el oficio de costurero. Santoukh, su madre, era composturera. Un día, la gracia del destino hizo que la familia encontrara, en la calle, una bolsa que contenía uniformes militares viejos. Decidieron llevarlos a su casa y reutilizarlos. Santoukh los descoció minuciosamente y aprovecharon la tela para hacer chinelas. Ese fue el comienzo de lo que luego se convirtió en una gran fábrica que llegó a confeccionar 200 zapatos en un día.

La fábrica se fue ampliando y necesitaba más personal. Así fue que un día, alguien recomendó a Kevork Akrabian. “Papá comenzó a trabajar en la fábrica y se enamoró de mi mamá apenas la vio, pero no se animaba a decirle nada, entonces intervino el hermano de mi abuelo materno y la convenció”, sonríe Sergio. Luisa y Kevork tenían 22 y 25 años cuando se casaron; tuvieron su propia fábrica de calzados y participaron de una vida social muy activa en la comunidad local. 

                        Luisa Naldjian y Kevork Akrabian, el día que se comprometieron

Luisa Naldjian de Akrabian fue una de las últimas sobrevivientes del Genocidio Armenio y falleció en Buenos Aires en septiembre de 2015. En diciembre de 2014, con motivo de su cumpleaños número 100, el Papa Francisco le envió un saludo especial y su bendición. Una mujer sonriente que, a pesar del trágico pasado, crió a sus hijos con amor y, junto a su esposo Kevork, les inculcó valores y tradiciones. Los Akrabian siempre han colaborado con el crecimiento de las instituciones armenias en Argentina y también con Armenia. Entre muchas otras obras, ellos fueron partícipes de la construcción de caminos en Nagorno Karabakh.

          Luisa Akrabian rodeada por sus hijos, de izq a der: Carlos, Cristina y Sergio

“Nosotros tuvimos ejemplo de vida. Nos educaron con el ejemplo más que con la palabra”, dice Cristina y agrega “Mi papá fue un ferviente admirador de la Argentina. Cuando llegó, descubrió un país que le dio todo. Él decía que Argentina es el mejor país del mundo y no se equivocaba. Nos inculcó ambos amores, por Armenia y por Argentina y hoy estamos muy orgullosos de ser argentinos de origen armenio, no hay nada que impida ser armenio y argentino; sentimos el mismo amor por las dos patrias”, afirma Cristina.