Cuando era chiquita, era muy flaca y mi abuela, Khatoum Tamouzian, me llevaba al jardín que tenia en su casa para darme de comer. Era su obsesión. El jardín era muy grande para mis escasos 7 años y tenia una huerta: tomates, chauchas, zapallos y un sinfín de árboles frutales: ciruela roja, blanca, membrillo, olivo, níspero, granada, uva...

Ella sabía lo que era tener hambre. En algún momento de su infancia su único alimento había sido la malva que arrancaba del suelo. Mientras cortaba fruta, me contaba historias. Pero no me contaba los cuentos tradicionales como Caperucita Roja, Cenicienta y otros que las abuelas cuentan a sus nietos. Me contaba la historia del Genocidio. Para entonces, ella tendría la misma edad que yo cuando escuchaba su relato.
Ella ni siquiera sabía qué día había nacido, se tuvo que inventar una edad y una fecha de cumpleaños.
"Tomarza, 1915. De pronto irrumpieron los turcos y nos obligaron a caminar en el desierto... Mis hermanos, mi madre y el bebé. Nos despojaron de todo. Éramos ricos, acopiábamos alimentos, teníamos ganado. Y luego el desierto, sinónimo de hambre, sed y muerte. Primero el bebé, después mi madre..." Me cuesta recordar la cronología de los hechos, se mezclan relatos. Beirut, los asilos de monjas francesas, mi abuelo, el barco y el negro que gritaba "Mendoza partie".
Y yo la escuchaba y ella volvía una y otra vez a contarme la tragedia recortada, lo que se le podía contar a una nena, claro. El resto lo entendí después.