Creo que así como es un deber hacia mis antepasados el exigir justicia y reparación por el Genocidio perpetrado por el estado turco, también lo es difundir el importante rol que tuvo Armenia en el juego geopolítico de las naciones de la Antigüedad y su gran aporte a la cultura universal.
Mi papá se llamaba Hovsep Djeredjian. Nació en 1914, en Adaná, donde su familia tenía una fábrica de ladrillos. De allí su apellido, que en turco significa ladrillo. En Adaná, en 1909, se habían desatado matanzas de armenios y un influyente tío de papá, que trabajaba en un banco alemán fue muerto, dejando una joven viuda. Al oír noticias que llegaban sobre las penurias de los armenios deportados en 1915 - en la ciudad de Adaná no hubo deportados- la familia de papá decidió mudarse a Izmir porque creyeron que allí estarían más protegidos ya que la mitad de la población era griega. Se instalaron allí, pusieron una nueva fábrica, compraron casa y carruaje y empezaron a trabajar.
En 1919, después de que Turquía perdiera en la Primer Guerra Mundial, Izmir fue ocupada por las tropas griegas que querían recuperar esta antigua ciudad cuya pertenencia griega se remontaba a la Antigüedad. Pero en septiembre 1922, los turcos, dirigidos por Mustafá Kemal lograron apoderarse de la ciudad, las tropas griegas evacuaron Izmir y se desataron pillajes en los barrios cristianos y, finalmente, un terrible incendio que afectó a los barrios armenio y griego. La población huyó a la franja costera y durante varios días vieron arder sus casas, iglesias, escuelas. Allí estaba mi papá con su familia. Sus hermanas, mis tías. La mayor, que era muy bonita, había sido pintada con ceniza para oscurecer su cara y disimular sus finos rasgos, porque los soldados turcos arrebataban mujeres y las violaban. Sobrevivían en el puerto, en medio del calor sofocante. Mi abuela había guardado monedas de oro en panes y con eso pudieron escaparse apenas los turcos autorizaron a los buques extranjeros. Esos barcos, anclados en el puerto y testigos del incendio que se prolongó por varios días, esperaban para evacuar a los griegos y armenios. A su alrededor, gente enloquecida se arrojaba a las aguas, algunos matándose y otros que nadando lograban llegar a los barcos.
Mi familia llegó a Grecia y allí permanecieron por algunos años hasta que papá, con catorce años y habiendo alterado su edad en el documento agregándose cuatro años más para ser mayor de edad, se embarcó hacia Sudamérica para abrir el camino al resto de la familia. Llegó solo a Montevideo donde permaneció un par de meses pero, buscando más oportunidades, decidió viajar a Buenos Aires donde otros armenios conocidos lo acogieron. Puso un almacén y trabajó bien y logró traer al resto de la familia. Su abuela no pudo entrar porque tenía glaucoma -que los inmigrantes llamaban "nobon" porque confundían las palabras del médico que les decía "no bon" para darles a entender que su vista no era buena, con el nombre de la enfermedad-. Entonces la volvieron a despachar, junto a la hermana de papá, en el barco en que había llegado, hacia Marsella, Francia. Allí esperaron un par de meses hasta que papá les envió un pasaje en primera clase porque así no sería revisada y logró llegar a Buenos Aires.

Foto: Archivo personal de la familia Djeredjian
Después de algunos años, pudo comprar un negocio en la zona mayorista, en Once y allí se le unieron sus hermanos menores y durante más de cincuenta años trabajaron todos juntos en armonía y pudieron prosperar.
Mi papá siempre nos contaba, vívidamente, el incendio de Izmir que recordaba en todos los detalles.
Imagino la impresión de un niño de siete años ante las calamidades que presenció. Pareciera que esta atroz experiencia fortaleció su carácter. Por el contrario, mi abuelo no hablaba del tema. Dejar su tierra, sus bienes, emigrar primero a Grecia y, después a la Argentina, aprender un nuevo idioma, familiarizarse con nuevas costumbres fue duro para él y papá asumió, a una temprana edad, todas las responsabilidades familiares ya que era el mayor de seis hermanos. Desde muy joven se involucró en la vida comunitaria y fue durante largos años tesorero de la Comisión Directiva de la Iglesia Apostólica Armenia.
Nos inculcó el amor a la patria a la que soñaba con ver independiente, algún día; el amor a la cultura armenia, a su música, su literatura. A cualquier hora del día, en el trabajo o en casa escuchaba los sharagans, “¿Hay música más hermosa?” nos preguntaba.
En mi adolescencia, en una escuela no armenia (ya que aún no las había) fue difícil sentirse diferente a los demás y hubiera preferido ser una argentina más. Pero un día, en la facultad mi profesora de arte, que era una reconocida historiadora y crítica de arte, inició su clase de arte medieval hablando del arte de Armenia y eso me asombró porque me di cuenta que no era el fanatismo de mi papá sino que Armenia había dejado un gran legado a la humanidad. Y me enorgullecí mucho de mis raíces y, con los años, profundicé en el estudio del pasado de la tierra de mis ancestros y en la enorme herencia que dejó a la civilización. Y creo que así como es un deber hacia mis antepasados el exigir justicia y reparación por el Genocidio perpetrado por el estado turco, también, lo es difundir el importante rol que tuvo Armenia en el juego geopolítico de las naciones de la Antigüedad y su gran aporte a la cultura universal.
Foto principal: Abajo: Virginia y Jacher con Girair. Arriba, de izquierda a derecha: Teolin, Kapriel, Hovsep, Benon, Sifor Djeredjian
Archivo personal de la familia Djeredjian