El legado de la familia de Hratch le da ímpetu pero al mismo tiempo lo desgasta. No es un ratón de biblioteca: parece impulsivo y listo para la lucha, un hombre de hechos y no palabras. Su primer nombre significa “ojo de fuego” –un augurio pagano que permite una introspección profunda en el alma humana.
Pero el diamante en bruto del proverbio es sólo una de sus caras. Como hombre de reflexión profunda y constante, se encuentra guiado por preguntas acerca del bien y el mal, la responsabilidad y la compasión. El epítome de un hombre que labró su propio éxito, que podría simplemente relajarse y dormir en sus laureles. Sin embargo, continúa buscando la verdad y la comprensión.
El pequeño Hratch junto a sus padres. Mediados de 1950 |
Una niñez beligerante
Hratch nació en el barrio armenio de Kumkapien en Estambul en 1953. “Cuando éramos niños, jugábamos con los vecinos de al lado. Nosotros éramos soldados armenios y ellos eran soldados turcos. A veces los golpeábamos, pero como ellos eran más, nos golpeaban con más frecuencia”, recuerda.
El divorcio de sus padres lo volvió inseguro. “En esos días, era simplemente vergonzoso. Repentinamente, mis amigos ya no me recibían en sus casas”, recuerda Hratch. Se involucró en la política desde muy joven y sus convicciones hicieron su vida inclusive más difícil. “La mayoría de los jóvenes estaban influidos por los comunistas y socialistas. Igualdad, paz, justicia; esos eran nuestros valores”, recuerda.
La herencia del oro
El abuelo materno de Hratch, joyero de oficio, había nacido en Varna, Bulgaria. “Jirayr era un hombre fuerte pero sensible y decente”, recuerda Hratch. “La gente le confiaba su oro: lo fundía, lo purificaba y lo transformaba en algo inclusive más precioso”. Su padre Geghmes también había sido joyero. Al crecer con oro, plata y gemas en casa, Hratch comenzó a vender amuletos y objetos de la suerte de puerta en puerta cuando tenía sólo 13 años de edad.
Cinco años después, se mudó a los Estados Unidos para vivir con sus abuelos Jirayr y Agavni, quienes se habían mudado a Nueva Jersey.
“Cuando tenía 23, formé mi propia empresa. Comencé como cortador de diamantes, pero enseguida comencé a diseñar y fabricar mi propia joyería. Para cuando tenía 30, ya había logrado reunir mi primer millón”, dice.
En 1989 Hratch viajó a Armenia. “Después del terremoto, todo lo que quería hacer era ayudar”, dice. Desde ese entonces ha fundado muchos programas de ayuda y se ha transformado en padrino benefactor de más de 50 niños. Además de un banco y una constructora, él y sus socios también administran campos y ranchos en Armenia y la República de Nagorno Karabakh. También el público general lo conoce como el presidente del club de fútbol FC Ararat Yerevan, pero estará por verse si el equipo alguna vez vuelve a su gloria pasada.
Hratch Kaprielian (5to desde la izq) junto a los jugadores y cuerpo técnico de FC Ararat |
En las palabras de su abuela
Hace 45 años que Hratch no visita su lugar de nacimiento en Turquía. “No estoy seguro si podría controlar mi enojo”, dice. Las emociones pueden ser muy fuertes, y racionalizarlas no es siempre fácil: amargura, dolor, impotencia, confusión, amor, tristeza en silencio y enojo no direccionado son sólo algunas de las sensaciones que lo acechan en la actualidad. Las historias turbulentas de su país y su familia las justifican a todas.
En el siglo XIV, los terremotos y los ataques de tribus nómades dejaron a la excapital de Armenia, Ani, en ruinas. Los ancestros de Hratch se volvieron a instalar en la Península de Crimea, una de las comunidades de la diáspora más antiguas en la actualidad. Cerca del año 1700, decidieron retornar. “Nuestra rama de la familia fue a Kalecik, no lejana a Ankara. Eso es lo que me decía Gulisar, la madre de mi padre, la mujer con la que pasé la mayor parte del tiempo”, dice Hratch.
La abuela de Hratch, Gulisar en los años 60 |
Fue ella, y no sus padres, quienes le contaron a Hratch acerca del Genocidio. “Tenía nada más que siete años, y ella estaba llegando a los 80. La vida la había dejado con mucho resentimiento. Fumaba mucho cuando me sentó para contarme sus recuerdos. Simulé que yo también fumaba, para hacerla sentir más a gusto”, recuerda. Y le contó lo siguiente:
“La gente solía llamar a tu abuelo Nerses, Agha, un título que se le agregaba a su nombre de pila para mostrar gran respeto. Teníamos viñedos, talleres y muchas propiedades. Una noche, cuatro turcos nos trajeron 15 caballos. Hicieron que los hombres los montaran y se fueran de inmediato porque al otro día iban a suceder cosas terribles. Pero Nerses no abandonaría a su familia.
A la mañana siguiente, los matones llegaron al pueblo y secuestraron a 17 hombres de la familia y los fusilaron en una mina de carbón, destino que compartieron con otros hombres armenios. El único que sobrevivió fue Minas de 13 años de edad, quien había tenido que ser testigo de esas atrocidades.
Un oficial había ordenado perdonarlo porque era sólo un niño. Al final del día, este hombre salvó a 28 niños e indicó a un guardia para su protección. De regreso, se encontraron con otros que querían dispararles a los niños, pero el guardia dijo que tenía la orden de hacerlos llegar a sus casas sanos y salvos. Aclaró que estaba preparado para morir, pero no sin matar a algunos de sus atacantes primero. Una vez que llegó al pueblo, Minas todavía estaba en shock. De acuerdo con una vieja costumbre, le hicieron tomar la sangre de perros jóvenes: se creía que su poder curativo lo fortalecería nuevamente luego de ver lo indescriptible.
Agavni y Jirayr Kaprielian, abuelos maternos de Hratch |
Tu abuelo y yo tuvimos 13 hijos; tu padre Geghmes fue el más pequeño. Nació en la ruta mientras éramos deportados. No teníamos ni agua ni alimentos. Nuestro pequeño niño estaba enfermo de disentería y yo sabía que iba a morir. Con la esperanza de que pudieran cuidarlo buenas personas, lo iba a abandonar porque tenía otros 12 niños que me necesitaban. Pero mi cuñada se lo llevó hasta que llegamos a un pueblo kurdo, donde le dieron jugo de uvas con mucho azúcar. ‘Ese es el hijo de Nerses Agha’, decía la gente. Así es cómo sobrevivió, mientras que ocho del resto de nuestros niños murieron”.
Dos siglos para sanar
Toda su vida, Geghmes estuvo consumido por un dolor inconsolable de nunca haber conocido a su padre. Los sobrevivientes retornaron a su pueblo. Un día, Gulisar vio el anillo de Nerses en la mano de otro hombre y se desmayó. En lo profundo, ella había estado esperando un milagro.
Algunos miembros de la familia Kaprielian no tuvieron mucha opción más que convertirse al Islam y cambiar sus nombres. Gulisar y otros pocos se mudaron a Constantinopla, mientras que unos afortunados escaparon a Rusia. Habían pasado diez años cuando volvieron de Rusia para buscar a sus familiares; se habían transformado en exitosos comerciantes en Kamchatka y querían que sus familias se les unieran. Pusieron avisos de personas desaparecidas en periódicos de Armenia, pero nunca nadie los vio, Geghmes todavía era un niño y lo único que podían leer las mujeres era turco.
Día tras día, Gulisar le contaría cada porción de esta larga historia épica a Hratch. Se comprendían sin palabras: ella esperaba que él vengara los atroces crímenes. “Era como un lavado de cerebro”, admite ahora Hratch. “Pero es a ella a quién le debo mi identidad armenia”.
¿Es de algún modo posible vengar el mal sin causar más mal? Hratch ha aprendido a aceptar que no hay respuestas fáciles a esta pregunta. Aprendió a ser un Kaprielian leal sin sentirse culpable. “Los descendientes de los sobrevivientes no pueden llevar adelante una vida normal”, cree. “Es como una enfermedad que puede llevar, no un siglo, sino dos en sanar”.
Jirayr, abuelo de Hratch |
El patriotismo de Hratch es la fuerza motora detrás de su compromiso con Armenia y, de vez en cuando, inclusive le permite al niño impetuoso Kumkapi salir y brillar. Al mismo tiempo, está completamente consciente de la delgada línea que separa lo moderado de lo fanático: “¿Puedo odiar a alguien sólo porque es turco? No puedo y no lo voy a hacer”, dice.