Era un día de otoño en Marash y como tantas familias armenias, los Zapazian fueron a la iglesia para celebrar la misa de Semana Santa. Sin embargo, algunos se quedaron en la casa; tenían trabajos que completar.
Era un día de otoño en Marash y como tantas familias armenias, los Zapazian fueron a la iglesia para celebrar la misa de Semana Santa. Sin embargo, algunos se quedaron en la casa; tenían trabajos que completar.
La calma, la paz, la familia, los sueños se vieron destrozados en tan solo segundos, con una sola mirada. El horror había llegado; el ejército turco no tuvo piedad. Al volver, los Zapazian se encontraron con la muerte en primera persona: una soga blanca rodeaba los cuellos de quienes habían quedado en casa. Entre medio del llanto, del horror, del miedo y la desesperación, sabían que no podían permanecer más allí, ya que el plan sistemático de exterminio de los armenios estaba en marcha. Caminaron sigilosamente por las calles del barrio, tratando de no ser descubiertos y llegaron para refugiarse en el orfanato de Beytel (o Bethel), fundado por misionarios evangélicos alemanes. Hagop tenía 11 años y su hermano 12, juntos permanecieron allí varios años. Ese edificio significó la salvación; resguardó a estos hermanos y a tantos otros niños cuya infancia había sido arrebatada. “Siempre me marcó mucho esta historia. Habla de la identidad, del desarraigo, de una muerte tan cercana y tan violenta desde la infancia. Es horrible pensar en un nene que vio a toda su familia ahorcada”, expresa la nieta de Hagop, Diana Buyukkurt.
Algunos años más tarde, en 1927, Hagop cumplió la edad límite para permanecer en el orfanato. Esto significaba el comienzo del exilio y la separación de su tierra. El hermano de Hagop escapó a Francia y él tomó un barco hacia Argentina en busca de un nuevo destino.
Él no traía nada, sólo el traje que llevaba puesto; su equipaje eran sus sueños, la esperanza y la búsqueda de paz.
Tampoco tenía documentos. La prueba de nacionalidad eran sus ojos grandes y expresivos, la mayor marca identificatoria de cada armenio. Pero eso no sería suficiente para las autoridades de la nueva tierra. Por eso, antes bajar de ese barco y tocar suelo argentino, llegó a tomar el documento de una persona que no pudo sobrevivir al viaje, otro compatriota: el joven Demirgian. De esta forma, Hagop, tomó prestada esa identidad para las autoridades, aunque él seguía siendo Zapazian.
Al arribar al puerto de Buenos Aires, otros armenios que habían escapado y ya se habían instalado, ayudaron a Hagop y le brindaron su solidaridad. Unos años más tarde, se trasladó a la ciudad de Rosario, en la provincia de Santa Fe. Allí aprendió el oficio de fotógrafo, trabajaba en las plazas sacando fotos a niños, parejas y familias. A pesar de estar a miles de kilómetros, siempre siguió en contacto con su hermano mediante cartas.
Para muchos armenios marcados por la tragedia, contar lo sucedido era tarea compleja. “Recuerdo que una vez le pregunté a la hermana de mi papá cómo había vivido ella todo esto y me contestó: ‘de esas cosas nunca hablábamos en casa’. Se seguía para adelante, con el dolor a cuestas y sin ponerlo en palabras. Sabemos que lo que no se pone en palabras, se hace síntoma y se transmite. Lo que no se tramite, lo que no se resuelve, se repite una y otra vez: es el mecanismo del síntoma.
Estas historias son síntómaticas y hasta que no se resuelvan, hasta que no haya un ‘perdón’, se repiten.
Por eso tenemos tanta necesidad como sociedad de que Turquía reconozca el Genocidio”, revela Diana.
Hagop no sabía una sola palabra en castellano, pues aprendió a leer y escribir él mismo. Trabajó en una fábrica de calzados y años después logró salir adelante y tener su propio local en la ciudad santafesina donde vivía. Argentina significó un nuevo comienzo, una tierra donde la muerte no rondaba cerca y podía formar una familia. Luego de algún tiempo, Hagop conoció a Azniv Vaneskeheian, con quien se casó y formó una familia: tuvieron dos hijas, Lucía y Susana Demirgian. En 1978 Lucía se casó, en Buenos Aires, con Serkis Buyukkurt, con quien tuvo dos hijas: Cynthia y Diana.
“Hoy, estoy agradecida a la valentía de mi abuelo por haber salido adelante tras semejante tragedia. Por haber formado una familia y dejar marcado su paso por este mundo. Estoy agradecida a quienes, en todo momento, tanto en Marash, en el barco, en Rosario o en Buenos Aires lo ayudaron a reinsertarse, a reinventarse después de tanto dolor. En esta historia, son personajes anónimos, a ellos, mi eterno agradecimiento. En toda esta historia, mi herencia significa identidad. Identidad de armenia, identidad de Diáspora, identidad cultural. Es saber que mi sangre es armenia; que las circunstancias de la vida me trajeron a nacer en tierra argentina, pero también vivir lo armenio como mío, como parte de lo que soy”, concluye Diana.
La historia fue verificada por el Equipo de Investigación de 100 LIVES
Foto: Panorama de Marash