“Frente a mí se levanta la encarnación del sufrimiento, infinita, única; en el centro de una corona, una llama eterna perpetúa esta fecha de espanto y de terror. Delante de ella, un hombre desconsolado y solitario, temblando bajo un diluvio de emociones, vino a visitar a sus padres. Con el corazón cerrado para no echarme a llorar, contemplo esta imagen simbólica del Gólgota del terror; así rozando la muerte glaciar, me abría camino a mi corazón de niño aún inconsciente de la amplitud de la tragedia”.
Hace más de 67 años, el pintor Zareh Mutafian se encontró frente al museo del Genocidio en Ereván, recientemente inaugurado, entonces, sobre la colina de Tsitsernakaberd. Nacido el 15 de marzo de 1907 en el Imperio Otomano, en Ünye, a 90 kilómetros de Samsún, al borde del mar Negro. Tenía solo ocho años cuando toda su familia fue masacrada. Dado por muerto, se unió a una columna de deportación y cuando el convoy llegó a Malatya, fue contratado por un hojalatero kurdo. Zareh se salvó gracias al orfanato de origen norteamericano Near East Relief, que se instaló en Samsún al finalizar de la guerra, antes de ir a Grecia algunos años más tarde, para no caer en las garras de las fuerzas kemalistas.
Guiado por el arte, apasionado por la música clásica, el huérfano parecía predestinado a una carrera de violinista cuando, en 1923, la aviación italiana atacó Grecia. En esa embestida, bombardeó la Isla de Corfú, tomando como blanco erróneamente un orfanato del Near East Relief, generando numerosas víctimas. Para evitar un incidente diplomático con los Estados Unidos, el dictador italiano Benito Mussolini propuso albergar en Italia un centenar de huérfanos y financiar los gastos de escolaridad de una centena de ellos. Así fue que el los internos fueron recibieron educación de la congregación católica armenia de los Mekhitaristas. Así Zareh fue enviado a Milan. Viéndose obligado a renunciar a tocar el violín como consecuencia de una pleuresía, el adolescente se inclinó hacia la pintura, tomando como modelo la escuela de los grandes maestros venecianos. “La gran seductora despertó en el su verdadera vocación; los diversos tonos venecianos penetraron en su alma”, escribió en 1933 el crítico Gustavo Macchi, refiriéndose a su exposición en Milán. Entusiasmado por la pintura italiana, hizo sus estudios de 1927 a 1931 en la Academia Brera de Milán. Pintor, pero también talentoso crítico de pintura, los escritos de Zareh Mutafian, publicados en la prensa armenia de la diáspora le valdrán un renombre internacional. No es sino después de su muerte en 1980 que su hijo Claude Armen Mutafian, se propuso a propagar esta herencia literaria, publicando los textos póstumos escritos en armenio de su padre.
Nació en Clamart, cerca de París en 1942, matemático de formación, convertido tardíamente en experto de la historia medieval armenia, el nombre de Claude Mutafian es indisociable del Antiguo reino de la Armenia ciliciana. Su madre, Haigouhie Damlamian había nacido en Samsún en 1911, en el seno de una familia de comerciantes originaria de Cesarea, actualmente, Kayseri. En 1915 perdió a su padre y a cuatro de sus tíos. Por una feliz coincidencia, solo dos sobrevivieron, ya que no estaban en el lugar del crimen.
“Ella vivió el horror, luchó por la supervivencia antes de luchar por la vida y lograr un espectacular renacimiento”.
Ella no perdía ocasión de expresar todo lo que debía a sus dos tíos y, sobre todo, a su madre, fallecida prematuramente en 1938. Entre todos los episodios que le gustaba contar refiriéndose a su madre, hay uno que lo marcó particularmente. “Durante la deportación hacia la muerte, cuando ella no tenía más que 4 o 5 años, la columna atravesaba una pequeña ciudad turca donde la esposa del intendente estaba a punto de dar a luz. Ante la ausencia de una partera, preguntaron si había alguna partera entre los deportados. Mi abuela, que en su vida había ayudado a dar a luz, entendió que era su única oportunidad para sobrevivir: pretendió que ese era su oficio. El parto transcurrió bien y además, ¡era un varón! Fue contratada y se quedó en el pueblo. ¡La familia se había salvado!”
En 1917, regreso a Samsún. En esa época, la abuela materna de Claude invitaba una vez por semana a los huérfanos del Near East Relief a comer. Así se conocieron sus padres, aún siendo niños. En el camino que los conducirá a Francia, la familia Damlamian hizo una parada en Constantinopla, donde Haigouhie fue escolarizada en el prestigioso liceo Essayan. Luego, en Clamart, en las afueras de París, uno de sus tíos sobrevivientes ejerció como médico. Gracias a las dos hermanas mayores que eran costureras, la madre de Claude y su hermano, pudieron continuar con sus estudios. Ella consiguió así, en 1934, a la edad de 23 años, obtener su título de odontóloga tras haber superado todas las desventajas posibles: ser niña en un ámbito entonces ampliamente reservado a los hombres; ser extranjera y no dominar aún del todo el idioma francés. “Acepten la lucha, ustedes ganarán la batalla”, escribió sobre la hoja de su carnet, resumiendo así su existencia. Los medios materiales de la familia eran todavía limitados, pero gracias a su tío doctor, quien ayudó a financiar sus estudios, logró una brillante carrera como cirujana dentista, oficio que ejerció hasta la edad de 78 años. El azar hizo que encontrara a ese joven huérfano de Samsún durante una excursión a la Isla de San Lázaro en Venecia. Zareh y Haigouhie se casaron en 1939 y tuvieron tres hijos: Marie-Madeleine, Claude y Sylvie. “Si la guerra no hubiera estallado entre Francia e Italia ¡yo hubiera sido italiano!”, sonríe.
Durante la ocupación, Zareh alquiló un taller de pintura en la Rue de Navarin en el Distrito 9 de París, barrio donde los intelectuales armenios habían instalado su sede. En razón de las restricciones al derecho de reunión, en vigor bajo la ocupación, su amplio taller sirvió a menudo de marco a las actividades culturales de estos intelectuales sobrevivientes del Genocidio. Desde entonces, nunca dejará de estar involucrado en la vida armenia de París, entonces en plena agitación.
Siendo niño, Claude se acuerda de escritores como Archag Tchobanian, Chavarch, Nartouni, con quienes se relacionaba en el restaurante Les Diamantaires, donde su padre iba habitualmente. En 1962, Zareh partió de gira a los Estados Unidos, donde presentó una serie de exposiciones en todo el país, del Atlántico al Pacífico: New York, Milwaukee, Los Angeles, Fresno. Estando allí, recibió una carta de su esposa, anunciándole su decisión de separarse. Desesperado, Zareh le escribió a su hijo. Claude tomó el primer vuelo hacia los Ángeles para encontrarlo. Aunque estaba muy afligido, su padre volvió a tomar los pinceles. Este acontecimiento desafortunado fue una inyección de energía en su pintura, como si al superarse acariciara el deseo de reconquistar a su ex esposa.
Catedrático de matemáticas, egresado de la prestigiosa Ecole Normale Supérieure de Paris, Claude enseñó esta materia durante 42 años. En 1968 lo encontramos nuevamente del otro lado del Atlántico, esta vez en Princeton en plena efervescencia estudiantil.
“Estábamos en plena guerra de Vietnam, yo era un anarquista impenitente”.
Efectivamente, no se contenta con mostrar su hostilidad al “imperialismo yanqui”, no soporta esa vida de campus “donde uno encuentra un genio en cada esquina”. El joven profesor frecuentaba un movimiento estudiantil radical, “Estudiantes para una sociedad democrática”, simpatizaba con las Black Panthers, devoraba los textos de Frantz Fanony Jean Genet, se apasionaba por Martin Luther King y su corazón latía con el Che. “Cuando renuncié a Princeton, no pensaba en volver a Francia, que era un aliado de los Estados Unidos. Partí entonces a Cuba para dar clases de matemáticas, en el marco de una misión del comité universitario francés de ayuda a la universidad cubana”. En el vuelo que en 1969 lo condujo a la Habana, conoció a otra matemática, también antigua estudiante de la prestigiosa Escuela Normal Superior, Marie Duflo. La pareja se casaría 27 años más tarde, pues Claude ya se había casado antes. En esa Cuba revolucionaria redactó en español sus primeros manuales de matemáticas, los mismos que le darían el placer por la escritura.
Podríamos pensar que Armenia estaba bien lejos de su vida en esta época. Sin embargo, en 1975 se encuentró en París con un joven matemático armenio, Rubén Hambartsumian, hijo de Víktor, el gran académico. Cinco años más tarde lo invitó a dar clases durante cuatro meses a la Universidad Estatal de Ereván, en armenio. Tras haber hecho numerosos contactos en la capital armenia, nunca dejó de volver allí. Incluso, durante el terremoto de 1988 estuvo en la primera línea de la ayuda humanitaria. En 1980 cuando Claude se encontraba en Armenia, falleció su padre. “Mi padre había tenido un ataque cardíaco tres años atrás y había pedido volver a ver a mi madre”. Claude trabajó sin descanso para brindarle su homenaje, incluso hasta el día de hoy, realizando varias exposiciones póstumas en Francia y en el extranjero.
Si las matemáticas fueron su primer oficio, Claude siempre fue aquello que llamaríamos como un ser brillante: brillante en griego, brillante en latín… fascinado por los mitos y leyendas de la antigüedad, así como por la historia medieval.
Un poco de casualidad, en 1977 se dirigió a Anatolia, a partir de una sugerencia de Marie, su esposa. Luego de haber atravesado a lo largo y a lo ancho la tierra de sus ancestros, pasó por los pueblos natales de sus padres. Descubrió los castillos de Cilicia.. El próximo destino fue Medio Oriente: Alepo, Damasco, Beirut, Jerusalén, Chipe. A lo largo de sus viajes se dió cuenta del renombre de su padre. “Me alcanzaba con decir que yo era el hijo de Zareh Mutafian y todas las puertas se me abrían”.
Autor de una imponente obra académica, traducida en varios idiomas, Claude Armen Mutafian recibe siempre a quienes lo visiten en su mítica biblioteca de la Rue Saint-Jacques, en pleno corazón de la París literaria. Un niño consciente de la suerte de haber tenido padres como los suyos…
La historia fue verificada por el Equipo de Investigación de 100 LIVES.